El populismo político y la economía: una relación estrecha.
En la última década, el apoyo a los partidos, candidatos presidenciales y movimientos populistas ha aumentado en un gran número de países desarrollados. En la zona euro, el resultado ha sido su acceso a los gobiernos de Grecia, Italia y Austria. En EEUU, la victoria de Trump. En el Reino Unido, el triunfo de los partidarios del Brexit y, en Cataluña, el elevado aumento de los partidarios de la independencia.
La mayoría de las formaciones que los integran presentan cuatro elementos comunes: tienen una orientación antiestáblisment, son contrarios a la inmigración, realizan un buen diagnóstico de los problemas del país y ofrecen soluciones fáciles que no son tales. Una importante parte de sus nuevos votantes o partidarios les ha dado su apoyo por descarte o movidos por una falsa ilusión.
Los primeros porque anteriormente votaban a partidos centristas, ya sea escorados a la derecha o izquierda, quiénes les han decepcionado profundamente. Los segundos porque unas magníficas campañas publicitarias, así como un gran número de falsedades repetidas machaconamente, les han hecho creer que casi todos sus problemas se resolverían saliendo de la Unión Europea o independizándose de España.
En gran medida, la culpa es de los políticos de los partidos tradicionales. En la última década, de forma inexplicable, se han comportado como si casi nada excepcional hubiera sucedido a los ciudadanos. Ante el reto mayúsculo de la crisis, han realizado una respuesta clásica y priorizado la mejora de determinadas variables macroeconómicas a la recuperación del bienestar de los ciudadanos. La única excepción, aunque solo parcial, ha sido Obama.
La respuesta excepcional la han dejado en manos de los bancos centrales, quienes en casi todos los países desarrollados son independientes del gobierno. Algunos han estado acertados (por ejemplo, la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra) y uno muy equivocado (el BCE hasta la llegada de Draghi). Una actuación que en bastante medida explica la diferente intensidad y duración de la crisis en EE.UU y Reino Unido en relación a la zona euro.
El motivo principal del descontento de un gran número de ciudadanos tiene un origen económico. Durante la crisis, vieron disminuir su nivel de vida, debido a la pérdida del empleo, la disminución de sus salarios o por un aumento de éstos inferior al nivel de inflación. Una situación que en la mayoría de países no se ha revertido con la llegada de la recuperación. Este último aspecto les ha llevado a temer por su futuro y, especialmente, por el de sus hijos. Dicho temor ha propiciado que entre una parte de la población calen los mensajes populistas que falsamente culpan a la inmigración de la persistencia de los bajos salarios, la disminución de las prestaciones sociales de las empresas y la dificultad de mantenimiento del Estado del Bienestar.
El mejor ejemplo de lo anteriormente indicado lo constituye la zona euro. Sus políticos priorizaron el cumplimiento de algunos principios del neoliberalismo al pragmatismo. En otras palabras, la reducción del déficit público y la obtención de una muy baja inflación a una rápida recuperación del empleo y los salarios. La priorización la realizó la Comisión Europea (CE) a instancias de Alemania. Algunos las recibieron con entusiasmo (la mayoría de los partidos conservadores), otros con resignación (los socialistas), pero casi nadie se opuso firmemente.
La inadecuada respuesta de la zona euro la llevó a padecer una doble recesión. Una empezó en 2007 con la crisis inmobiliaria y bancaria, la otra en mayo de 2010 debido a las medidas de austeridad impulsadas por la CE. Éstas hacían que los países con problemas de crecimiento económico subieran los impuestos, disminuyeran los gastos públicos (especialmente los sociales) y realizaran reformas estructurales. Una expresión esta última que casi siempre significa quitarles derechos a los trabajadores para dárselos a las empresas.
En la última década, la prioridad fue salvar el sistema bancario. Una relación adecuada porque si éste no funciona bien, el crédito es escaso y el crecimiento económico, si existe, decepcionante. No obstante, no debería haber sido la única prioridad. Era compatible devolver la solvencia a los bancos con ayudar a los ciudadanos más afectados por la crisis. El desahucio de éstos por bancos rescatados con dinero público constituye la fotografía que mejor explica la escasa capacidad, empatía e instinto de los políticos convencionales.
En definitiva, por las razones anteriormente indicadas, una sustancial parte de los ciudadanos de los países desarrollados ha dicho basta ya. No quieren saber nada de los partidos tradicionales y apuestan por los nuevos. El enfado de muchos y la desesperación de algunos les ha llevado a confiar, entre otros, en un personaje extravagante (Trump), un revolucionario de salón (Tsipras) o un tecnócrata disfrazado de Kennedy (Macron). Este último un populista únicamente a tiempo parcial.
Desgraciadamente, cuando uno vota llevado por el enfado, la indignación y la desesperanza casi siempre se equivoca. Equivale a echar una moneda al aire que solo tiene un lado: la cruz. Hay otras maneras, mucho menos peligrosas, de conseguir que los partidos tradicionales cambien y reorienten sus prioridades. No obstante, éstos no lo ponen nada fácil, pues sus nuevos líderes son peores que los anteriores. Algo que no era imposible, pero si muy difícil. Por ello, me temo que vamos a tener populismo para rato.
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