¿Debemos temer a la inflación?
Un gran número de economistas liberales padecen una verdadera obsesión con la inflación. La ven por todas partes, sueñan con ella y aprovechan cualquier pequeño cambio en la coyuntura económica para proclamar su regreso. En el último mes, algunos ya han anunciado su próximo retorno a niveles elevados y su conversión en un importante problema para la consolidación de la futura recuperación.
La justificación de su inquietud la encuentran en el gran aumento anual del precio de las materias primas, la masiva compra de deuda por parte de los bancos centrales, el elevado incremento del gasto público, especialmente el previsto en EEUU (9% del PIB) y la espectacular subida de la tasa ahorro de las familias. Una sustancial parte de ésta consideran que se transformará en gasto cuando desparezcan las actuales limitaciones de movilidad.
No obstante, hasta el momento, los datos disponibles refutan dicha visión. Entre marzo de 2020 y febrero de 2021, el importe de los productos básicos aumentó un 26,8%. Sin embargo, en la última fecha, la tasa de inflación anual en España, la zona euro y EEUU se situó en un 0%, 0,9% y 1,8%, respectivamente. En las tres áreas, un nivel por debajo del deseado por el correspondiente banco central y del observado un año antes.
En noviembre de 2008, la Reserva Federal empezó a comprar deuda y, de forma casi ininterrumpida, lo ha seguido haciendo hasta la actualidad. A pesar de ello, la tasa de inflación media anual no superó el 2,5%, excepto en 2011. Hasta marzo de 2015, el BCE retrasó su adquisición, principalmente por su posible impacto sobre la subida de los precios. Una preocupación completamente infundada, pues la anterior variable nunca sobrepasó el 1,8%.
El reducido nivel de la tasa de inflación vino explicado por el escaso aumento de los salarios, la moderada alza del crédito debido a las nuevas normas bancarias y la considerable tasa de desempleo de algunos países europeos. Una notable bajada de impuestos, como la realizada por Trump en 2018, ni tan solo consiguió que alcanzara el 3%.
Dados los anteriores precedentes, la eliminación de las restricciones a los desplazamientos de los ciudadanos y a la actividad empresarial dudo mucho que lleven a corto plazo a la inflación a superar de forma sostenida el anterior nivel. En especial, porque estoy convencido que casi cualquier incremento de la demanda puede ser rápidamente contrarrestado por uno de oferta de cuantía similar.
Un elevado aumento de la última es posible conseguirlo debido a la escasa utilización actual de la capacidad productiva de muchas empresas, el elevado número de desempleados, la histórica cifra de trabajadores con contratos suspendidos y la facilidad para incrementar en seguida el suministro de materias primas.
A pesar de ello, una tasa de inflación que sobrepasara en algún momento el 4% no constituiría un problema. En cambio, sí lo supondría la subida en los dos próximos años de los tipos de interés oficiales y la finalización de las compras de deuda efectuadas por los bancos centrales. En dicho período, la prioridad debería ser la consecución de una completa recuperación y como un objetivo secundario el aumento del nivel de precios cercano al 2%.
Sin embargo, sí deben tener temor al rebrote de la inflación los inversores que posean bonos y acciones. La ingente compra de deuda por parte de los bancos centrales ha llevado en el último ejercicio a los valores de renta fija a medio y largo plazo a alcanzar un precio de mercado muy elevado e impensable unos años atrás.
Las anteriores adquisiciones han aumentado en gran medida la demanda de dichos títulos, ésta ha superado con creces a la oferta disponible, y ha generado una gran subida de su precio y llevado el tipo de interés a medio y largo plazo a mínimos históricos. Dada la relación inversa entre las dos últimas variables, en los próximos años sus tenedores solo pueden perder dinero. La principal incógnita está en si el quebranto será escaso o notable.
El elevado precio de las acciones de numerosas empresas no está sustentado en los beneficios obtenidos, sino en dichos tipos de interés. Por un lado, la rentabilidad real negativa que ofrecen los bonos obliga a los inversores a incrementar sustancialmente su riesgo, si desean ganar poder adquisitivo con sus adquisiciones. Por el otro, comporta en términos comparativos un crecimiento de las ganancias futuras esperadas trasladadas a la actualidad, pues la tasa de descuento utilizada (los bonos del Estado a 10 años) es sustancialmente inferior a la habitual.
El anterior factor explica por qué numerosas compañías, cuyos beneficios de 2020 han sido inferiores a los de 2019, cotizan en Bolsa a un superior precio. También ayuda a entender los motivos por los que algunos índices bursátiles, como los norteamericanos y el principal alemán, se sitúan cerca de sus máximos históricos durante una gran crisis económica.
En definitiva, a diferencia de numerosos economistas liberales, estoy convencido de que en los dos próximos años la tasa de inflación no superará de forma constante el 4%. Si se situara un poco por encima de dicho nivel, los bancos centrales cometerían un grave error si priorizaran el control de las subidas de precios a la completa recuperación económica.
No obstante, considero bastante más probable que el gran crecimiento económico de 2021 y 2022 conlleve un sustancial aumento de los tipos de interés a medio y largo plazo. Un incremento que no provendrá de la llegada de una elevada inflación, sino del paso de ésta de un nivel excepcional (entre un -1% y 1%) a uno normal (entre un 1,5% y 3%).
Si así sucede, los propietarios de títulos de renta fija a medio y largo plazo perderán parte del capital invertido. Adicionalmente, existen muchas posibilidades de que explote la burbuja tecnológica del Nasdaq y el bitcoin sufra un desplome de similar intensidad al padecido en 2018 (una caída del 73,2%). Una importante subida de dichos tipos ha sido el detonante de algunas de las grandes debacles bursátiles de la historia.
Una vez estabilizados, la renta fija volverá a ser un mercado atractivo para invertir y absorberá capitales que recientemente han recurrido a otras alternativas de inversión como las acciones y las criptomonedas. Las repercusiones sobre los ciudadanos serán escasas, pero terribles para aquellos inversores que han menospreciado el riesgo incurrido y han corrido detrás de los precios (comprado lo que más ha subido).