La inflación no ha muerto, la han asesinado

 

En el siglo XIX, la mayoría de países desarrollados tuvieron en distintas etapas inflación y deflación. En cambio, en la siguiente centuria, a partir de la II Guerra Mundial, la primera tuvo un papel destacado y la segunda cayó en un completo olvido, excepto en Japón.

Durante la década de los 70 y los primeros 80 del pasado siglo, la lucha contra la inflación se acentuó considerablemente en las naciones avanzadas, debido a dos crisis del petróleo casi consecutivas (1973 a 1975 y 1979 a 1981).

El combate tuvo como capitán general a Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal entre 1979 y 1987. Un banco central independiente del poder político desde 1951, cuyo máximo dirigente es nombrado por aquél, pero no puede ser cesado, si su gestión no le agrada.

El gran éxito obtenido por Volcker, quién consiguió reducir la tasa de inflación del 11,3% al 2,5% entre agosto de 1979 y el mismo mes de 1983, llevó a numerosos países a replicar parcialmente en los siguientes años el modelo instaurado en EEUU. El presidente de su banco central ya no sería un político, como era relativamente habitual, sino un prestigioso economista y tendría una nula dependencia del ministerio de Economía.

En la etapa señalada, la decepcionante evolución económica provocó la llegada al poder de nuevos políticos con ideas muy diferentes a las de los anteriores. En la década de los 80, sus principales representantes fueron Reagan y Thatcher. Sus asesores renegaron de los postulados keynesianos y abrazaron los neoliberales. El orden de prioridades cambió y la consecución de una muy baja tasa de inflación se convirtió en un gran emblema de los nuevos tiempos.

Las nuevas autoridades, persuadidas por prominentes hombres de negocios, decidieron convertir progresivamente a la Bolsa en el epicentro de la economía empresarial. Para conseguir tal propósito, hicieron leyes que disminuyeron los costes que suponía cotizar en ellas, flexibilizaron las condiciones para que las compañías formaran parte del parqué, llevaron a éste a las principales empresas públicas de sus países y redujeron las comisiones de intermediación, especialmente para los pequeños inversores. Había nacido el capitalismo popular.

Para que éste tuviera éxito, la inversión en Bolsa había de ser un buen negocio. Con dicha finalidad, diseñaron un contexto económico y empresarial ideal para la renta variable: una tasa de inflación muy baja, un menor crecimiento de la oferta de deuda pública y unos grandes incentivos monetarios a los directivos, si éstos conseguían un elevado incremento del precio de las acciones de sus empresas en el corto plazo (igual o inferior a los cinco años).

Una inflación muy reducida provoca un desplazamiento de capitales desde la renta fija a la variable, al casi anular el atractivo de los activos con escaso o nulo riesgo, abarata el coste de financiación de las empresas y aumenta en mayor medida la rentabilidad de los inversores que se endeudan para adquirir acciones.

Una mayor restricción al crecimiento de la deuda pública reduce la competencia que las letras y los bonos del Tesoro suponen para los títulos emitidos por las empresas, y hace que éstas paguen una menor prima a los inversionistas. Una coyuntura que propician los políticos en el poder si consideran que casi cualquier déficit público constituye un gran peligro.

En la mayoría de las ocasiones, un elevado incremento del precio de las acciones de una empresa es consecuencia de un gran aumento de sus beneficios. Para lograr este último propósito, los nuevos gurús económicos sugirieron un cambio en el sistema de remuneración de los directivos. La retribución fija no disminuiría, pero la variable podría crecer mucho, si aquéllos cumplían las metas establecidas por el Consejo de Administración.

Existen dos principales métodos para lograrlo: vender más productos a un mayor precio a más clientes o incurrir en un inferior coste de producción. Algunos intentaron hacer ambas acciones. No obstante, la mayoría se conformó con lograr la segunda. Al ser los salarios de los empleados la principal partida de gasto de muchas empresas, conseguirían el éxito si la reducían.

Las principales técnicas empleadas fueron las siguientes: persuadir a los políticos de que a la nación le convienen nuevas leyes laborales que beneficien a las patronales y debiliten a los sindicatos, trasladar a empresas proveedoras más pequeñas y menos sindicalizadas una gran parte de la producción realizada por las grandes compañías, deslocalizar ésta a países donde los salarios son más bajos y convencer a las autoridades de que firmen acuerdos que liberalicen en mayor medida el comercio con los países emergentes.

En definitiva, la combinación de los anteriores factores ha matado a la inflación. No ha sido una muerte natural, sino un asesinato. No obstante, como suele suceder en Economía, su desaparición será solo temporal. Volverá por la puerta grande y probablemente su regreso no constituya un gran problema, sino que sea una muestra de la felicidad de la población.

En la actual década, la aplicación de algunos principios neoliberales ha contribuido decisivamente a que numerosas familias no salgan de la crisis con que la iniciaron. Por eso, muchas han cambiado su voto y, en lugar de dárselo a líderes y partidos convencionales, se lo han otorgado recientemente a políticos de corte populista.

La reciente llegada al poder de los últimos convencerá a los más listos de los primeros que deben proponer a la población una política económica diferente, tal y como hicieron algunos avezados en las décadas de los 70 y 80 del pasado siglo. Si así sucede, el neoliberalismo entrará en declive y será sustituido por otra ideología económica. Ésta resucitará la inflación. Probablemente, no lo hará a una muy elevada, pero sí a una moderada, aunque más alta que la que les gusta a los principales bancos centrales de la economía mundial.